“La Madrileñita”

por Ana María Ruimonte
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No fue una coincidencia que mi marido y yo viajáramos en Febrero a Savannah, la ciudad de “Forrest Gump” y “Midnight in the garden of Good and Evil” de John Berendt, para asistir a un Congreso de Copyright en las Artes.

Savannah es una bella y misteriosa ciudad. Me senté en un banco de la plaza llamada Chippewa Park y me sentí como si me hubiera despertado en el siglo XVIII. Las calles del centro histórico estaban muy poco transitadas. Caminando, llegué a un parque que era un cementerio. Había algunas personas sentadas en bancos. Otras, paseaban a su perrito. Lápidas y esquelas contaban quiénes eran los personajes más ilustres de la ciudad. Personas y almas convivían en soledad acompañada. Leí sus historias: Aquel joven cuyo nombre no puedo recordar que murió durante un duelo para defender su honor; el fundador del primer periódico de Savannah; Edward Greene Malone (1777-1807), reconocido como el más fino pintor de miniaturas de los Estados Unidos; Hugh McCall (1767-1823), el autor del primer tratado de historia del estado de Georgia en la época de la Guerra de la Independencia y que manifestó “Nunca olvidaremos la sangre que vertieron los patriotas sufridores y la preciosa joya que con su sangre compraron será cuidada con coraje y las generaciones postreras les recordarán con gratitud”; y William Scarborough (1776-1839), hombre de negocios y diseñador del primer barco a vapor que cruzó el Océano Atlántico en 1819. Bello paseo histórico y muy bien documentado en el cementerio del Centro Histórico de esta ciudad que tanta información me aportaba sobre la guerra de la Independencia y la Guerra de la Secesión.

Savannah, ciudad de mansiones, calles y plazas fantasmagóricas.

Seguí caminando y vi una escultura de una familia de negros que narraba cómo habían sido apartados de su país de origen, separados de sus familias para finalmente ser tratados en condiciones infrahumanas como esclavos de las familias adineradas trabajando duramente en los campos de cacahuete, tabaco y algodón. Un río verdoso y espeso muy caudaloso y extenso que se nutría de afluentes para aumentar en fuerza y volumen, atravesaba Savannah para desembocar en el Océano Atlántico algunas millas más allá. Miré a mi alrededor y vi los bellos paseos repletos de árboles gigantes de los que colgaban helechos verdes azulados. Se dice que son las barbas de los españoles cuyos fantasmas avanzan entre los árboles deslizándose en la búsqueda de la amada que persiguen. La casa rosa (The Pink House) era una bella mansión, y en uno de los salones más íntimos lucía el grabado de “El Glorioso”, el famoso galeón español y triunfo de la marina inglesa. El barco lucía muy hermoso e impecable con un león que parecía rugir en la proa y con una bandera de la corona de Castilla y León. Una pequeña bandera inglesa sobre esta junto con unas líneas indicaba que los colonizadores ingleses estaban muy orgullosos de esta importante conquista naval.

No fue esa noche sino al día siguiente cuando La Madrileñita y yo nos encontramos. ¿Y dónde iba a estar ella esperándome si no en un museo para poder mirarnos a los ojos? Ella colgada en la pared de un salón de altos techos de una hermosa mansión en compañía de otras pinturas y esculturas. Me miraba sinceramente de frente, con los ojos muy abiertos pero tranquilos y curiosos. Su boca entreabierta y relajada como si aún estuviera respirando del mismo aire que yo… ¡Qué bella era! Su pelo, recogido por detrás con dos lazos rojos a juego con sus labios y su vestido con medias mangas con tiras muy anchas, acampanadas y transparentes marcadas por un brazalete de lazo dorado con lazos rojos grandes sobre los hombros. Un cuello al vies mostraba su busto discretamente sobre el que lucía un medallón dorado de forma apical con tres engranajes de perlas blancas. En el centro del vestido, adornos con lazos verdes al vies en líneas finas como si se trataran de flores con largos tallos, que daban la sensación óptica de fuerza centrífuga, como si la Madrileñita estuviera a punto de echarse a bailar. Punteados dorados como copos de nieve caían por su vestido entallado a la cintura.

Ella se mantenía firme en equilibrio y sentada con un brazo en jarras mientras que el otro brazo descansaba sobre su falda, mostrando dos delicadas pulseras doradas. Sus dedos finos y elegantes se juntaban en el extremo y sus uñas mostraban el color natural de su piel.

¡Qué bella me esperaba La Madrileñita! Las dos nos miramos fijamente… Cuando nuestros ojos se miraron, le pregunté… -“¿Quién eres tú?” y ella me contestó: – “Soy tú”.… Leí su inscripción como hiciera con sus amigos almas en el cementerio del parque… La Madrileñita de Robert Henri, 1910…

-“¿Cómo es posible que te mantengas tan bella, tan impecable durante todos estos años, mi yo?”

Tantos años esperándome con los ojos abiertos para mirarme por fin… para que yo le contara con mi mirada, con mi interior más profundo que era de mí, qué hacía, cómo iba con mi música y mis canciones por el mundo… De repente, me confesó:

– “Soy bailarina, y tú cantante. Las dos madrileñas. Las dos nacimos para el arte y viviremos por él. No te rindas, pues tú también triunfarás. Sigue adelante, bella y atenta, como estoy yo.”

Continúe caminando, pero volví a despedirme y al mirarla de nuevo a los ojos ella me confesó: – “Te seguiré esperando siempre. Vuelve de nuevo pronto a Savannah y canta para mí. Tu voz es magia y yo, con el aire, bailaré con tu música. Nos hemos reencontrado finalmente, mi yo.”

Compré su postal en la recepción del museo y me la traje conmigo. Cuando la miro, le digo: – “gracias por acompañarme.”

Todos los que la ven saben que soy yo. Yo también lo sé.

“La Madrileñita” de Robert Henri se encuentra en el Telfair Museum de Savannah.