PARA ECHARSE EL CHAL

La frase “echarse el chal” es muy usada en México para decir que escuchamos algo que vamos a repetir de una forma muy personal, agregándole de nuestra cosecha para lograr que el relato sea un poco más sabroso y hasta picoso.  Así, hace apenas pocos años, cuando las mujeres se juntaban para hablar y comentar, tomaban la punta de su chal y se lo echan sobre el hombro contrario para esconder la boca de observadores ajenos al grupo que, generalmente hombres, pudieran acusarlas de chismosas.  Esta práctica de camuflaje, casi erradicada en las ciudades, todavía es muy común en los pueblos y comunidades rurales. 

Así, para echarse el chal hoy, y por estar tan cerca el Día de Muertos, les comento lo que yo sé acerca de las costumbres funerales de los Azteca o Mexicanos ante la muerte de un alto personaje.

Por muchos años se pensó que cuando un alto personaje moría, se inmolaban una gran cantidad de sus esposas y esclavos para que ese personaje fuera atendido adecuadamente en el otro mundo. Esta idea nos viene de los padres Cristianos y no se sabe de dónde la sacarían pues nunca se ha sabido que en algún lugar de México haya ocurrido un entierro en masa de esa clase. Si algún personaje hubiera llevado una gran compañía a su tumba, se hubieran encontrado indicios, al menos los esqueletos de los acompañantes, en las tumbas que los arqueólogos han encontrado y en de las que solamente desenterraron los restos de un solo ocupante. Cada uno de ellos fue enterrado con sus insignias de nobleza y prestigio, sus joyas y demás artículos alusivos a su posición, pero ¿esposas y esclavos? No. Esa práctica hubiera sido totalmente inútil puesto que todo el mundo sabía que las personas inferiores van a un mundo totalmente diferente cuando mueren.

La única criatura que moría junto al personaje es un perro de color medio que le ayudaría a cruzar el río negro, al que la persona que moría siempre llegaba en la oscuridad de la noche y el cuál solamente lo podría cruzar cogiéndose del perro que oliera la distante playa y nadara directamente hacia ella. El perro tenía que ser de color medio porque, si era blanco había pasado mucho tiempo en el agua y ya estaba limpio por lo que se rehusaría a la tarea y si era negro no lo podría ver para agarrarse de él y perdería el camino.

Más allá de ese río negro, había muchos otros obstáculos que el muerto tendría que enfrentar. Pasaría por entre dos montañas que se juntan y separan en intervalos impredecibles. Después tendría que escalar la montaña hecha de filosos pedacitos de obsidiana que le cortarían la piel de pies, manos, codos y piernas. Caminaría entre un bosque de banderolas ondeando que obstaculizan el sendero y le golpean el rostro para cegarlo y confundirlo hasta hacerlo perder el rumbo. De allí pasaría a una región donde una lluvia de gotas con punta de flecha, no cesa nunca. Encima de todo, tendría que defender su corazón de serpientes venenosas,  hambrientos cocodrilos y jaguares que lo esperan al acecho.

Al final, llegaría a Mictlán, en donde el Señor Mictlantecuhtli y la Señora Mictlancíhuatl le esperan. El personaje sacaría de su boca el jade con que había sido enterrado, siempre que no lo hubiera perdido al gritar de horror en su camino, y lo entregaría al Señor y a la Señora quienes le darían la bienvenida sonriendo y lo mandarían al mundo que él merecía, en donde viviría con lujo y felicidad por toda la eternidad.

Y eso es todo lo que sé al respecto. 

¡Hasta pronto!

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